Hay que estar muy loco para ponerse a andar más de sesenta kilómetros en un día de agosto en plena provincia de Murcia, una de las más calurosas de España.
Seguro que hay mucha gente que piensa eso, incluidos algunos miembros de mi familia, pero el pasado sábado, 6 de agosto, éramos más de trescientos los que, una vez más (y van 19) estábamos preparados a las seis de la mañana junto al Centro de Alto Rendimiento de Los Narejos para volver a realizar la hazaña.
Unos días antes habíamos tenido un calor insoportable, con muy altas temperaturas y un alto grado de humedad, las peores condiciones para andar, pero todo parecía indicar que la situación se arreglaba algo.
En efecto, la mañana del sábado amaneció nublada y con un suave viento de Levante. El comienzo de la marcha se presentaba agradable; una hora después una maravillosa salida del sol nos confirmaba que el día iba por buen camino.
Descubrimos la Vuelta al Mar Menor hace ya varios años cuando veíamos pasar a última hora de la tarde por el paseo de Santigo de la Ribera, el pueblo donde veraneamos, a un gran grupo de gente vestidos todos con camisetas del mismo color. Tras varios años diciendo algún día tenemos que hacerla, en 2012 mi cuñado Joaquín y yo nos decidimos. Desde entonces él no ha faltado ningún año y yo sólo el año siguiente, en que una fiesta familiar me mantuvo lejos.
La prueba la organiza perfectamente el Club Senderista Nacíos p’andar. Creo que se puede decir que cada año mejor; este año se ha notado que cuenta con más patrocinadores.
Andar más de sesenta kilómetros en agosto y en Murcia es, sobre todo, un reto personal. No hay clasificaciones, no hay un tiempo máximo para hacerlo; todo lo contrario: se trata de caminar en grupo y llegar lo más juntos posibles a Los Narejos, el punto de llegada, que es también el de salida. De hecho poco antes de la meta se suele hacer una parada para reagruparse y permitir a los rezagados que se unan al grupo.
Este año me lo planteé como un reportaje. Cargué con unas cuantas baterías para el móvil, que llevaba siempre en modo avión. Siempre que veía algo destacable sacaba una foto y al llegar al fin de cada etapa (se para, más o menos, cada dos horas) enviaba las mejores al grupo de WhatsApp de la familia, tuiteaba cuatro fotos y seleccionaba una para colgar en Instagram.
También esta vez he contado con una novedad. Ya el año pasado al llegar al molino de Quintín, en Lo Pagán, la penúltima parada, me estaba esperando la familia y poder bailar allí con mi nieto Unax me hizo mucha ilusión. Este año también me esperaba mi familia pero además mi hija Usúe se unió a la marcha para las dos etapas que quedaban. Toda una inyección de energía y de moral, además de lo agradable que resulta continuar en compañía tras unas cuantas horas de caminar básicamente en solitario (rodeado de gente pero casi sin hablar con nadie).
Las dos últimas horas, en grata compañía y con una espléndida puesta de sol, fueron en esta ocasión lo mejor de la Vuelta.
Un año más, el cuarto, hemos demostrado que somos capaces.